color
martes, 24 de junio de 2014
Me describió el mundo en una ostentosa combinación de
colores. Era como si, por su forma de usar las palabras, hubiera cogido un
pincel con los dientes y le chorrease pintura de un extremo. Esa pintura que
goteaba contra el linóleo del suelo sobre el que nos sosteníamos, uno frente al
otro, creaba una especie de banda sonora. Y sonaba como un corazón latiendo
justo antes de partirse.
Me miraba. Y hablaba sobre los cielos de múltiples colores,
de las estrellas infinitas y las nebulosas iridiscentes. Me hablaba de planetas
que no podían compararse al nuestro sino tenían poesía. Si no tenían a nadie
hablando de sus suelos, de sus cielos y sus horizontes como quien lo estuviera
pintando con sus propias manos. Porque en ese momento, conjugando un mundo en
su mente y plasmándolo con el color de sus palabras, veía la imagen y la
semejanza de cualquier dios en ese afán creador de todas las personas. En esa
necesidad de contener en jarrones las flores y ordenar las piedras para crear
caminos que nos llevaran a Roma. Aunque solo fuera para reducir la ciudad a sus
cimientos. Esa era su forma de comprender y de amar: crear.
Creaba el mundo para poder regalarlo, para poder entenderlo.
Parecía capaz incluso de dibujar la gravedad, de buscarle un color que la
definiese. De trazar los campos magnéticos en gamas cromáticas, las partículas,
los átomos, tenían un color y un dibujo. Y lo veía. Con los ojos cerrados. Y
también así concebía a las personas, con una sinestesia de colores y formas
casi intolerable para cualquier otro ser humano. Reducía la existencia humana a un arcoíris, a
un mapa degradado desde el negro hacia el amarillo del mismo sol. Comparaba
cualquier ser con un universo entero y ahí empezaba su arte. Las redondeces de
la mujer con las cascadas, con los ríos serpenteantes que parten la tierra, que
nacen del mar y vuelven allí; con la basta superficie del agua que nos da vida,
que nos impulsa hacia la muerte. Las rígidas líneas del hombre, sus sesgos
afilados y firmes, con las montañas, con la tierra partida que nos sostiene y
sobre la que caemos.
Esa era su forma de concebir la vida. Y era su forma de
destruirla. De la misma forma en que podía comparar a cualquier ser con un
universo magnífico, con un mundo repleto de vida, podía convertirlo en un mundo
muerto, en un mar donde nada vivía. Podía crear caminos que no llevaran nunca a
ningún sitio, podía crear estrellas que solo brillaban para recordarnos que
estaban muertas. Soles que ardían en el helio, hielo que quemaba al tacto.
Podía hablar de personas que poseían la Antártida en el pecho, de gente que no
tenía más que desierto dentro, como un reloj de arena en constante agonía por
culpa del tiempo. Quebraba a la gente como si estuviera acabando el mundo. Pero
también lo hacía en una especie de éxtasis de colores y formas. Destruía
mundos, incluso universos, pero lo hacía con un grito cargado de color que
recordaba tanto a la vida que parecía imposible que hablara de muerte.
Etiquetas: Cielo abierto
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