"Las balas perdidas también causan heridas."


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Reflejo enemigo
miércoles, 2 de abril de 2014
Rass apoyó los puños sobre el cristal y tras ellos la frente. Veía su reflejo tan de cerca que apenas era capaz de distinguir sus ojos rojos, casi salidos de sus órbitas, en su rostro. No se reconocía a sí mismo, pero eso tampoco era una sorpresa. Estaba acostumbrado a la sensación de no saberse dueño del cuerpo cada día más demacrado que le devolvían los espejos, los cristales, incluso los vasos hasta el borde de alguna bebida incolora. Se veía más reconocido en su sombra o en el reflejo deformado de las cucharas de la cocina. Se veía más cercano a lo que era cuando una piedra rompía su reflejo en el agua, haciendo ondas hasta partirla en pedazos. Hasta partirle en pedazos. Porque eso era él: cristales rotos.

Aún tenía restos de perfume de mujer en su piel. Estaba seguro de que debía tener carmín corrido por toda su boca, resto de maquillaje de ojos en alguna de sus mejillas y, encima de todo aquello, un perfecto mordisco en su hombro. Tal vez incluso frágiles líneas de sangre cubriendo la piel cicatrizada de su espalda. Cerró los ojos con tanta fuerza como los puños, hasta que solo vio rojo tras sus párpados y casi estuvo seguro de oler la sangre. Expulsó todo el aire que había contenido con fuerza y, junto a él, también expulsó toda su cobardía y su temblor. Se apartó del espejo y miró a su reflejo a los ojos al igual que miraba a los enemigos antes de dispararles.

Se sentía tan enemigo de sí mismo como cualquiera que levantara el arma contra él.

No sabía qué era más insoportable: si no reconocerse a sí mismo o no haber reconocido a quien estaba con él. Mientras levantaba el vestido de aquella mujer y la empotraba contra la pared del baño, durante un segundo había imaginado que era un vestido de gasa el que levantaba y unas bragas rosas las que descubría. Pero aquella mujer no llevaba bragas. Había tenido que mantener los ojos abiertos, demasiado temeroso de imaginar otra mirada clavada en él mientras la penetraba con rabia, mientras la empalaba contra esa pared y ella le clavaba las uñas y los dientes. Oía sus gritos por encima de los gritos de sus propios monstruos, el dolor que ella le provocaba por encima del dolor que le provocaba tener frente a él unos ojos inestables y drogados en vez de una mirada limpia y fija.

Cuando llegó al orgasmo, derramándose fuera de ella, se sintió como aquella botella que se había quebrado en el suelo, como todos los cristales rotos. Se sintió como si, al dejar de tener sus piernas anudadas a sus caderas, hubiera caído por un precipicio y se hubiera partido contra el suelo. Apenas fue capaz de volver a besarla una vez más antes de salir de ese cubículo y enfrentarse a su propio reflejo.

Vio su figura salir a sus espaldas, también reflejada en el espejo, y ni siquiera le resultó familiar. Tan siquiera llamativa. Se preguntó qué hacía allí, con aquella mujer irreconocible y con aquel reflejo enemigo.
Se preguntó qué hacía en un baño donde olía casi a muerte, intentando no luchar contra sí mismo y desgranando su dolor en el cuerpo de otra mujer. Se preguntó qué hacía allí y por qué caminaba hacia el horizonte si este nunca se dejaría atrapar.

La respuesta apareció, sigilosa, reptando cual serpiente, para enredarse en su garganta y cortarle la respiración. Durante su camino al horizonte se había cruzado con una muchacha que le había atravesado como una bala perdida. Y tal vez, solo tal vez, su lugar debería estar en esas malditas bragas rosas, como una trinchera en mitad de la guerra.


Rass quería pensar que la trinchera que le protegería de sí mismo y de sus batallas se hallaba escondida entre las piernas de esa muchacha con vestido de gasa. Quería pensarlo aunque doliera casi tanto como una bala.

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