"Las balas perdidas también causan heridas."


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no tenía un corazón.
sábado, 1 de diciembre de 2012
¿Qué te hace pensar que no es la locura lo que te consume como el veneno? ¿Qué te hace pensar que yo soy más nocivo para ti que tú misma?

Tu adicción a mí parece irrefrenable. Irreversible. Parece algo tan puro como tu mirada cristalina tras haberte salvado de las garras de la muerte. De las garras de la vida. Parece algo tan inevitable como yo caminando hacia ti en mitad de la nieve, arrebatándote la soledad que parecía consumirte para poder ser yo quien te consumiera.

Y es que mi egoísmo no me permitió alejarme de ti. No quería dejar que la vida te destrozara, porque quería ser yo quien te dejara hecha pedazos. Podría decir que era solo para poder construirte de nuevo, pero mentiría. Y yo no miento, Estefanía. Yo no te miento. Yo solo quería reducirte a cenizas por el mero placer del pirómano que quiere ver arder un bosque bajo sus dedos. Quería incinerarte por el mero hecho de no dejar a la vida sepultarte bajo su crueldad.

Mi crueldad era más nociva que la de tu soledad, princesa.  Pero tú la acogiste con tus dos manos abiertas y bebiste de mí como si fuera tu antídoto y no tu veneno.

Tú me acogiste con tus manos abiertas, acariciándome siempre.

Con tus ojos abiertos, mirándome siempre. Con tus labios abiertos, sonriéndome siempre.

Me acogiste con el corazón abierto de par en par, amándome siempre.

Y yo, cabalgando sobre mi crueldad sin límites. Sobre la destrucción sin frenos. Te derrumbé como quien derrumba un castillo. Te conquisté como quien conquista un país. Te incendié como quien incendia un bosque entero. Te dejé en ruinas, conquistada y hecha cenizas. No dejé nada de ti que pudiera llevarse la soledad. No te dejé nada que la vida pudiera corromper. Me lo llevé todo porque mi egoísmo no me permitía abandonarte.

Te lo quité todo. Tu corazón, tu alma, tu vida y tu muerte. Tenías razón, Estefanía, cuando decías que no cabían más tumbas entre mi pecho y mi espalda. Por eso a ti te tuve siempre en mis ojos, en mis labios, en mi lengua, incluso en las plantas de mis pies. No cabías en mis costillas, así que te llevé siempre entre mis manos.

¿Te apreté demasiado? ¿Te agarré tanto que no te dejé respirar? Lo siento, princesa, pero mi orgullo no me dejó soltarte.

No hasta que tuviste tu tumba cavada y pude dejarte yacer allí. Y aun así, siempre te llevé (y te llevaré) en mis manos vacías. Abiertas hacia la inmensidad. Rogando por tener más de lo que tuve. Rogando por no dejarte caer.

Siempre te llevé en mis manos porque no tenía un corazón en el que llevarte.


(Para mi supernova.)

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